Tu tatoo | El Nuevo Siglo
Sábado, 3 de Febrero de 2024

Hace unos días, por pura carambola me encontré con una serie de televisión de principios de siglo. Es la historia de una familia de funerarios de Los Ángeles que -entre episodios negros, risibles y escabrosos- nos enfrenta de manera mordaz con los rituales de la muerte y la manera como nos comportamos ante esa Señora.

Después de despachar cuatro capítulos de un tirón, recordé el caso de otra familia, esta real, que lleva una funeraria en Northfield, Ohio y que, entre los servicios habituales de embalsamamiento, maquillaje, traje de madera (como diría don Sabina) entre otros, ofrecen recortar e inmortalizar los tatuajes de quienes viajan al más allá, para solaz y sosiego de sus deudos.

A todos nos toca lidiar con los muertos, poniendo el pecho o huyendo; haciendo duelo, luto o lo que sirva para sobrellevar la pérdida, arrastrando eso sí con los lastres culturales o de religión. Y los que están del lado del bísnes -más que legítimo- se las ingenian para sumar servicios y emperifolles para que la pena se traslade al bolsillo. Cuando nos toque el turno, que tocará, los que nos despachen se las verán con el catálogo de urnas, cofres, flores, sufragios, cintas, fotos, coches, camposantos, nichos, hornos, además de los oficios tras bambalinas, que si nos descuidamos, irán en el paquete en riguroso streaming. Si la idea de los señores de Ohio se extiende al mundo, y si la gente tiene un lugar en la pared o en alguna vitrina de casa, los familiares podrán conservar nuestro tatuaje como la obra de arte que es, si es que nos dio por teñir el lienzo de la piel con nuestras pasiones o con nuestras tonterías.

El tatuaje ha sido una expresión humana más vieja que el hilo negro, como dicen por ahí. Se tiene registro que desde el neolítico -y claro- en el antiguo Egipto, en Japón, en la Polinesia, América o en África, se ha cultivado con técnicas varias como la tintura, el corte, la costura o la quemadura, por no hablar de las artes adjuntas como las perforaciones, piercings y toda suerte de abscesos y cuernos subcutáneos. Y por supuesto, se ha practicado con propósitos rituales, místicos, de castigo, estigma, o por puras razones estéticas, de vanidad o vicio.

Ya en la actualidad, la cosa es a otro precio y a otra escala. Hay tatoo shops, tatoo studios y tatuajerías en cada manzana, como panaderías o peluquerías. Y verdaderos artistas que con sus tintes, punzones, motores y talento tienen a disposición los dos metros cuadrados de papiro del homo sapiens. Hay récords, extravagancias, sutilezas, todos muy preciados por quienes los portan y por quienes los soportan. Hay personajes de toda índole, que los ostentan en sus torsos, bíceps, cara y otras partes más ocultas. Como el que se tatuó 848 cuadrados muy negros sobre su piel muy aria, o el que alardea tener tatuado el 95% de su cuerpo. Ni hablar de los futbolistas, que supongo, entrenan en la mañana y emplean el resto del día enchufados a los videojuegos o a la aguja del tatoo.

En fin, cada quien con sus gustos y con sus taras, con su dinero y con su manera de recordar o querer ser recordado; en una foto, un holograma, un altar con las cenizas. Pero si perpetuar la piel tatuada es una opción, por qué no enmarcarla y colgarla en la sala o en la cabecera de la cama. Nada como ver cada mañana esa rosa en el pecho, el nombre del ser amado en la planta del pie, ese jaguar en la entrepierna…

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